A ella no le hizo efecto la vacuna contra la soledad, por eso tuvo que aprender a disfrutar de la cmpañía de su NO muy buena amiga, en vez de sentirse sola. Los surcos del tiempo marcaban su piel y en su rostro se reflejaban los golpes que, una vida vestida de frío, le había propinado a lo largo de los años. Muchos años. Demasiados para haberlos dejado pasar de largo en un simple pestañeo. Suficientes para aprender la lección: la vida no espera.

A los dieciséis años echó a la cordura de su vida y, siete décadas después, sigue sin dirigirle la palabra. Algunos dicen que, aunque ha cambiado, sigue siendo la misma de siempre. Cuentan que perdió todas sus perlas pero que el resplandor de su sonrisa se mantiene intacto -y por eso vale una fortuna-, del mismo modo que sigue conservando el brillo de la ilusión en sus profundos ojos negros. Comentan que la obsidiana de su melena hoy podría compararse, más bien, con el hermoso nácar, pero todavía está pintada de sueños imposibles que ella no se cansará de perseguir. Y quién sabe si se habrá puesto extensiones de amor para ir regalándolo por doquier. Su corazón es más fuerte que el tuyo, el suyo y también el de él, porque mantiene vivas las ganas de luchar y comerse el mundo a cucharadas si hace falta. No le tiembla el pulso, no, es su alma la que baila al son de la libertad y los pies los que le siguen el ritmo.